Cuando se dice que las educadoras y los educadores trabajan con el futuro, normalmente se piensa que como trabajan con infancia y adolescencia, están trabajando con los adultos del futuro, pero hay otra visión, más cercana y humana que en ocasiones es mucho más acertada. Las educadoras y educadores trabajan con el futuro porque su misión es visualizar, proyectar y trabajar por el mejor futuro cercano de cada una de las personas con las que tratan. En otras palabras, visualizar el mejor de los escenarios posibles y trabajar hacia ellos, ser conscientes de las potencialidades y de las dificultades de cada persona y tratar de aspirar al mejor de los escenarios posibles, con acciones y hechos, no solo con palabras. Eso es trabajar con el futuro, con el mejor de los futuros posibles, pero desde el presente, desde cada acción, cada actividad, cada conversación.  

Esta idea, que define bastante bien la función transformadora de los educadores y educadoras se puede visibilizar mejor desde casos concretos, que nos ayudan a bajar a la tierra esta retórica. En el presente artículo voy a exponer un caso, para dibujar cómo es posible llevar a la práctica este enfoque de una forma relativamente sencilla. Este artículo no es más que una breve aproximación, que no relata ni todas las variables ni todos los procesos que se han producido en este caso, pero que nos sirve, desde la descontextualización, para enlazar algunas ideas con acciones concretas y dibujar algunas líneas maestras de la intervención realizada. 

En uno de los equipos que entrenaba me encontré con el caso de un chico. Un Bruce Harper de manual, chaval que a nivel técnico no es muy bueno, inseguro con el balón en los pies, pero tiene un alto nivel de compromiso, se esfuerza como el que más y su forma de relacionarse con los compañeros es muy sana. En ocasiones recibe burlas de algunos de sus compañeros, por sus cualidades futbolísticas, que como ya hemos dicho, están algo por debajo de la media de sus compañeros. A nivel social,  se relacionaba sobre todo con sus compañeros más cercanos, con su grupo de confianza, pero en gran grupo, su presencia no era muy notoria.  Además, todo esto se juntaba con que  solo podía entrenar una vez por semana mientras que el resto de sus compañeros venían dos días, aspecto que avisó de antemano desde el primer día por tener otras obligaciones. Mi llegada a este equipo se produjo con el curso ya comenzado y en mis primeras semanas no pude evitar ver como este chico era habitualmente relegado, siendo elegido bien para no ser convocado, bien para empezar desde el banquillo, bien para ser sustituido en algún punto del encuentro.

Desde mi enfoque, lo que se estaba haciendo con este chico era precisamente fomentar valores como que la competitividad y calidad técnica primasen por encima de la igualdad de oportunidades, que se buscase un resultado en lugar de fomentar el desarrollo integral y los procesos de los chicos. 

Desde mi entrada me abanderé como defensor de esta causa, y este chico empezó a jugar partidos completos, a ser reforzado en público de forma notoria por su gran nivel de esfuerzo, compromiso y asistencia, incluso también por sus mejoras técnicas y tácticas. También se establecieron límites y  se comenzó a no tolerar comentarios burlescos en contra del nivel del jugador o en general contra su integridad. En esencia, se fue promoviendo que se sintiese con más confianza y tratando de cambiar su rol, de una posición no reconocida y ciertamente marginal a tener un espacio digno dentro del grupo, y además que esto no fuese por imposición arbitraría sino por sus propias actitudes, méritos y progresos.

Al fin y al cabo yo no entendía por qué no podía ser un jugador con oportunidades de tener su merecido espacio de seguridad y crecimiento (deportivo y personal) dentro del equipo y asegurarnos de que mejorase a todos los niveles, al menos en mi cabeza tenía sentido.

Después de algo más de dos años de trabajo con esta persona y con el resto del equipo, los resultados son claros y mayúsculos. Él ha mejorado a nivel deportivo, tanto técnica como tácticamente, maneja bien destrezas en las que antes tenía muy poca o nula habilidad: pases y controles en movimiento, controles orientados entre otras.  Ha asimilado y aplicado conceptos tácticos complejos. Ha ganado en confianza y seguridad, se desenvuelve mejor en el campo, muestra más seguridad en cada movimiento, mete goles, y su nivel deportivo, en comparación con el de sus compañeros ha mejorado exponencialmente y ya no existe tanta diferencia como al comienzo.  

Y esto es solo hablando a nivel deportivo, a nivel personal ahora es una de los voces más presentes en gran grupo, le encanta hacer bromas y se pasa las sesiones con un buen nivel de protagonismo positivo, no hay apenas rastro de las burlas y comentarios ofensivos que recibía y es una de las figuras que más y mejor se relaciona, tanto con su grupo más cercano como con los que no lo son tanto, además en las charlas técnicas es común que realice aportaciones.  En esencia, ahora si tiene un lugar dentro del equipo, con el que él se identifica y casi igual de importante, con el que los demás también le identifican.  En consecuencia, haber cuidado su lugar dentro del grupo y fortalecido sus potencialidades dentro del equipo no solo ha hecho que él ganara en confianza y seguridad si no que al equipo le ha servido para aumentar el nivel deportivo grupal. Es interesante destacar esta situación porque todas las partes han salido favorecidas, tanto los que buscamos la mejora humana principalmente (educadores/as) como los que buscan la mejora deportiva principalmente (normalmente las personas participantes). Y es que favoreciendo los procesos de desarrollo personal, las personas son capaces de aportar más y mejor en la consecución de objetivos deportivos del grupo. 

¿Cómo ha sido posible esta evolución?

La evolución se ha cimentado en varios aspectos: 

El primero, la importancia de no dejar que los juicios y etiquetas existentes condicionen la intervención. Referente a esto uno de los experimentos más replicados en las ciencias de la educación es el realizado sobre el efecto pigmalión, que inicialmente Rosenthal y Jacobson  en 1968 ya abordaron y que ha sido ratificado en multitud de investigaciones posteriores. Este experimento nos habla de las consecuencias de las expectativas de los educadores sobre sus alumnos y las consecuencias que estas expectativas tiene sobre el resultado final de los procesos educativos. Está demostrado que a bajas expectativas es más probable obtener bajos resultados y ante altas expectativas es mucho más probable generar altos resultados, por tanto el educador por coherencia con su misión transformadora y de mejora social, debe de generar altas expectativas para aumentar las posibilidades de éxito educativo y esto supone muchas veces no limitar su intervención con etiquetas, y acercarse a un enfoque desde la disciplina positiva y de confianza en las posibilidades de las personas.

Por tanto, en este caso, el trabajo es visualizar el potencial,  así como sus fortalezas, y situarlas por encima de las dificultades o handicaps que también existan, para centrarnos en el proceso de construcción, derribando los límites existentes, tanto dentro del individuo como del grupo, para así aumentar las probabilidades de éxito de esta persona. 

En segundo lugar, es importante asegurarnos de dar los pasos necesarios para que se trabaje dicho potencial. Bajar a tierra las ideas. Por un lado, que no se discrimine a esa persona por sus cualidades,  y casi más importante aún, por otro lado, generar una lanzadera de sus fortalezas y potencialidades, para que esa persona empiece o vuelva a confiar y creer en estas. Entre algunos ejemplos podemos destacar:

  • Detectar  las necesidades no cubiertas de esta persona para con el grupo o la actividad y planificar la intervención para cubrir esas necesidades en positivo.
  • Hacer mucho refuerzo positivo, delante del grupo preferiblemente,  de sus fortalezas: avances, nivel de compromiso, de sus procesos, de sus actitudes y valores, y en general de cualquier aspecto que le haga diferencial del resto y que sea veraz y comprobable.
  • Espacios individuales de seguimiento, ofrecer un espacio de confianza donde proponer objetivos y trabajar con la persona e ir afianzando todo lo trabajado. Preocuparnos y ocuparnos por el desarrollo a nivel personal y deportivo, como individuo y no sólo como parte de un equipo o grupo.  
  • Ayudar a establecer el rol de esta persona, en conjunto con ella, y que el resto del grupo valore lo que esta persona aporta al grupo, en el plano humano y/o deportivo.

Y por último, ser conscientes de que los resultados tan solo aparecerán manteniendo esta estructura con el paso del tiempo, y no de forma inmediata. 

Para cerrar tan solo recordar las palabras de Philippe Meirieu, uno de los pensadores contemporáneos más influyentes en el ámbito de la educación, que nos dice “Educar es siempre tener en mente el logro del otro.”

 

Gonzalo Muñoz

Educador  y Responsable de proyectos en Fundación Naif 

Educador Social colegiado Nº 1534